20 agosto, 2013
11 marzo, 2013
20 febrero, 2013
Caramelito Canseco
Escrito por Antonio Zapata
Al pensar en su reciente enfermedad, aparecen las singulares características de la carrera política de Javier Diez Canseco, JDC. Lo suyo ha sido la voluntad y la creencia en el marxismo como una ciencia que señala un derrotero para transformar la realidad. Detengámonos en el primer elemento, la voluntad de hierro que lo caracteriza. Quienes lo conocen saben que es una máquina infatigable, que persigue su objetivo sin desmayo y que guarda serenidad para los momentos difíciles. Nunca abandona su puesto sino al terminar el día, cuando los demás están agotados.
Cualquiera sabe que JDC es voluntarioso e intuye que esa fuerza proviene de su ánimo para superar su propia discapacidad. Un cuerpo dañado que obliga a una fuerza especial para estar a la par que los demás. Pero no solamente porque su voluntad ha estado dirigida a transformar este mundo, abolir injusticias y remediar entuertos. Su carrera política corresponde al justiciero, que intenta reordenar las cosas de este mundo en una vía que concibe como más humana. Por ello, aunque su fuerza personal provenga de dentro y de la infancia, se alimenta de una decisión adulta que lo convirtió en revolucionario.
Los revolucionarios nunca están tranquilos, porque su contradicción con las injusticias proviene de una emoción íntima, germinada temprano. Nació cuando uno era pequeño y no podía soportar la visión de la abundancia junto a la miseria. Esa emoción se vuelve un sentimiento que impulsa diversas luchas del individuo en su edad madura, fundamentando la reparación de tanto agravio.
El revolucionario siente las injusticias sociales como ofensas personales. Su dignidad se ve mellada por el poder arbitrario del poderoso. De ahí el rechazo visceral al abusivo como leit motiv de la existencia. La injusticia no es un vicio etéreo, sino que se materializa en individuos concretos que encarnan el egoísmo; a ellos se les evita. No se transige, sino se busca derrotarlos, impedir que sigan mandando y sometan a la humanidad en su beneficio.
Ese es el sustrato de la pasión revolucionaria, un sentimiento compartido por millares, que en todos los tiempos han querido invertir el orden, como dice el verso de la revolución española, “que los pobres coman pan y los ricos mierda mierda”. Esa pasión no es exclusiva de nuestra edad contemporánea. Por el contrario, donde uno voltea la mirada encuentra que toda era ha tenido su Espartaco.
Pero la modernidad ha tenido un ingrediente único que ha sido fundamental en la carrera de la generación de JDC, el marxismo. En efecto, creímos que existía una herramienta práctica para cambiar el mundo, que bastaba conocer sus reglas para adoptar la línea correcta y obtener el triunfo de la revolución.
El marxismo nos dio libertad y nos la quitó. Significaba tradiciones y cultura política, también perspectiva internacional y la sensación de fortaleza interior que proviene de una ideología con un mensaje universal. La promesa revolucionaria es para todos los individuos y esa convicción se traduce en fuerza, en disposición a tomar posición sin temor.
Pero, por otro lado, era una cárcel mental, una ideología que obligaba a categorías que tendían trampas y llevaban a laberintos. Entremezclado con el análisis social, el marxismo tuvo sus mejores horas y proveyó de muchos conocimientos sobre la realidad nacional. Pero, creyó que su resultado era científico, que había una verdad al alcance del ilustrado. Así, fuera de la ideología no había salvación y dentro había que seguir la verdad revelada, encarnada en el secretario general.
En esta comedia humana que es la vida, a JDC le tocó precisamente el papel del secretario general, el que sabe lo necesario y es intransigente, porque así debe ser. Colaborar con él fue compartir un caramelo de limón, agrio y dulce a la vez. A su lado, hasta las piedras eran suaves, porque su voluntad estaba por encima de todo. Esa misma voluntad que lo hará reponerse de su enfermedad, para mostrar que la lucha por la justicia social no tiene fin.
18 febrero, 2013
Javier, socialista en el Perú
Por Eduardo González Viaña
Pocos lugares hay en el mundo tan peligrosos para tener ideas de izquierda como el Perú democrático. Me equivoco: Pocos lugares hay en el mundo tan peligrosos para solamente tener ideas como el Perú democrático
Si quieres participar en la lucha política del país, es más seguro que te juntes a uno de los múltiples clubes de descerebrados (están muriendo los partidos) que pululan en el Congreso y hacen cola para su inscripción frente al Jurado Nacional de Elecciones.
Si quieres participar políticamente y exhibes ideas de izquierda, pero ansías llegar cuanto antes al poder, es mejor que te hagas marxista, pero seguidor del otro Marx, de Groucho, quien solía decir: “Tengo ideas, pero si a usted no le gustan, también tengo estas otras”.
Por ser un hombre de corazón y de acción socialista, el mayor de nuestros poetas, César Vallejo, fue encarcelado en Trujillo. En libertad condicional, viajó a París. No pudo regresar jamás a su patria porque si lo hacía iba a ser enviado de frente a languidecer en alguna prisión infernal.
Todo el mundo conoce a José Carlos Mariátegui. Muchos colegios peruanos llevan su nombre. Su pensamiento es estudiado en las universidades de todo el mundo.
Por su coraje sin revés de hombre de izquierda, se le recordó en vida constantemente y con epítetos perversos el mismo problema físico del que adolece Javier Diez Canseco.
Más aún, un grupo de oficiales del ejército lo atacó físicamente. En su silla de inválido, el pensador brillante y fundador del Partido Comunista fue atacado a golpes y a patadas.
Buen entrenamiento -ensañarse contra un lisiado- para los valientes hombres de armas quienes habían estudiado en la academia cómo hacer la guerra, pero jamás habían participado en una.
En días recientes, amenazaron de muerte al octogenario y también discapacitado periodista de izquierda César Lévano. Tal vez lo hicieron motivados por la envidia contra su inteligencia valiente.
El capitalismo angurriento se ha pasado décadas haciendo creer que su bandera es la del cristianismo. Ya se sabe hoy día que no hay más perverso materialismo que el de los dueños del mundo. Ser socialista, por el contrario, equivale hoy a levantar la cruz del martirio y las ideas del Maestro de Galilea.
Los derechistas hoy se proclaman defensores del mercado. También en eso mienten. La desregulación que ellos proponen, o más bien imponen, conduce al monopolio y al saqueo de las riquezas, o sea a entregar el país y a verter cianuro contra la tierra fértil.
Javier Diez Canseco ha anunciado que padece de una dolorosa enfermedad. Sabemos que le va a hacer frente con la misma intrepidez que ha asumido su pensamiento socialista frente a la persecución, el destierro, las balas y el castigo de los buitres.
Si Javier hubiera renegado de sus ideas o siquiera las hubiera hecho más “pasables” habría conseguido de inmediato el financiamiento de los ricos o el apoyo de los grupos que monopolizan la prensa. Le habrían puesto la presidencia en bandeja... y como dice un famoso político cuyas ideas engordaron demasiado, “la plata llega sola, compadre…”.
No es el caso de este hombre que después de haber peleado toda su vida, sigue combatiendo contra “un Estado que no regula ni redistribuye la riqueza vía los tributos. Un Estado castrado de su función social y de garante de derechos fundamentales, servil al sacrosanto mercado dominado por las transnacionales.” (JDC)
¡Resiste, compañero Javier, resiste!... Como en “Masa” te lo decimos con un ruego común: ¡Quédate, hermano!
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