Un estudio realizado por la Universidad de Harvard pidió a un grupo de estudiantes que elijan entre dos mundos alternativos. En el primero, el joven ganaría 50,000 dólares al año y el salario medio aproximado de los demás sería de 25,000 dólares. En el segundo, el joven ganaría 100,000 dólares al año pero el resto ganaría 250,000 dólares. La mayoría de los estudiantes eligió la primera opción. Preferían ganar menos, pero que el resto estuviese por debajo de ellos. Otra investigación similar dio idéntico resultado. La conclusión es que en “una sociedad en la que la creación de riqueza individual se considera sinónimo de felicidad, la propia búsqueda se transforma en una empresa ferozmente competitiva”.
Las personas no miden su propia satisfacción en términos absolutos, sino en términos relativos respecto de los otros. Se desprende de esto que ubicarse en un estatus social más elevado constituye parte de la felicidad. En realidad un estatus más elevado suele acarrear “más envidia y malevolencia ajenas” ya que los otros se sienten superados y, a veces, ninguneados. De ese modo dejamos de vernos como miembros solidarios de una misma especie y abortamos la empatía (capacidad de colocarse en el lugar del otro) de la que estamos naturalmente provistos.
Otros estudios demuestran que cuánto más tenemos más creemos que nos resultaría imposible vivir con menos.
Richard Layard, ex presidente del grupo de política macroeconómica de la Comisión Europea y figura prestigiosa de la Cámara de los Lores británica, afirma: “El estándar de vida es, hasta cierto punto, como el alcohol o las drogas. Una vez que hemos tenido una experiencia dada, necesitamos seguir experimentando lo mismo para seguir siendo felices. De hecho nos encontramos en una especie de cinta de correr, una cinta sobre la que debemos seguir corriendo para que la felicidad no desaparezca”.
Nada se parece tanto a una definición de la alienación como esta cita de Richard Layard.
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